El verano, la época perfecta para remodelar los colegios.

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Verás, no soy arquitecta, ni ingeniera, ni mucho menos experta en estructuras o reformas integrales, pero llevo toda la vida observando los colegios desde un sitio muy concreto: el de la persona que ha pisado demasiadas aulas con desconchones, techos manchados de humedad y persianas que no suben más allá del “hasta ahí hemos llegado”.

Años después, cuando vuelvo a pasar por delante del mismo edificio, ya convertida en adulta funcional, me topo con una imagen casi idéntica, como si el paso del tiempo se hubiese detenido, pero no en ese sentido romántico de las películas, sino en el de la dejadez institucional. Ahí siguen las grietas, las puertas torcidas y esa eterna promesa de que «en verano ya lo arreglamos», como si el calor fundiera no solo el alquitrán del patio sino también las buenas intenciones.

La dejadez de los centros educativos.

Me duele decirlo, pero es verdad. Año tras año, se repite el mismo ritual veraniego que se ha convertido en costumbre: las aulas se vacían, los pasillos respiran por fin después de nueve meses de griterío y pisadas aceleradas, y en algún despacho perdido de la administración alguien, con suerte, se acuerda de que aquel colegio con baños impracticables, pupitres cojos y ventanas que no cierran del todo quizás necesite una intervención. Pero, claro, eso solo ocurre si se dan las condiciones místicas necesarias: presupuesto disponible, voluntad política alineada y algún milagro más que nunca se especifica. Mientras tanto, los colegios, esos espacios en los que se supone que nace el futuro, se quedan envejeciendo con una dignidad que ya quisieran muchos castillos medievales.

Hay algo que me parece especialmente sangrante, y es la forma en la que nos hemos acostumbrado a lo inaceptable. Como si fuera normal que el suelo de la clase de plástica esté más suelto que una tapa de yogur, o que los interruptores del pasillo del segundo piso funcionen solo si los miras con fe. Nos hemos resignado a que los colegios públicos (porque casi siempre hablamos de los públicos) estén en condiciones que no aguantaría ni una cafetería de carretera. Nos dicen que lo importante es el contenido, los valores, la enseñanza, la pedagogía… Y sí, claro que eso es importante, pero ¿Cómo se supone que se va a aprender matemáticas con una gotera cayendo sobre la pizarra, o cómo va a concentrarse alguien si el aula parece una sauna porque el sistema de ventilación es de 1982 y lleva roto desde 2006?

Las vacaciones de verano deberían existir para arreglar todo esto.

El verano, con todo su bochorno, su calendario más relajado y ese tiempo muerto en el que los centros escolares se apagan por dentro, es, sin lugar a dudas, la oportunidad de oro para hacer algo al respecto.

¿Por qué lo digo? Pues porque no hay alumnos, no hay clases, y hay muchísimo tiempo. Eso sí, lo que no siempre hay, es ganas, porque seamos sinceras, lo que falta no es conocimiento técnico ni empresas capacitadas para llevar a cabo las obras…. Lo que falta es decisión. Porque hay entidades especializadas, como bien saben nuestros amigos de Sinexia, que insisten (con razón) en que el verano es el momento clave para planificar y ejecutar reformas en los colegios de manera eficaz y sin interrumpir el curso escolar. Entonces, ¿Qué más se necesita? ¿Una carta firmada por el claustro celestial?

Lo más paradójico de todo esto es que el abandono no es siempre cuestión de falta de recursos… Muchas veces, es directamente una falta de organización, de voluntad de priorizar lo que de verdad importa. Y es que pensémoslo: no debería ser necesario que una pared se caiga encima de un perchero para que alguien decida llamar a una empresa de reformas, igual que tampoco debería tener que pasar nada dramático o esperar una multa para que se actúe ¿A qué no? Sin embargo (y por desgracia) no hay forma. Ay… cuántas veces no habremos visto ese tipo de intervenciones “urgentes” que se hacen deprisa y mal, cuando ya no queda más remedio, cuando el daño ya está hecho y solo queda intentar taparlo como se pueda.

Mi experiencia en este tema.

A lo largo de mi vida, he tenido ocasión de visitar varios centros educativos: algunos de ellos en barrios humildes, otros en zonas que, supuestamente tienen más recursos… Pero sea como sea, en todos ellos he encontrado la misma historia: mobiliario que parece sacado de un museo de historia del diseño industrial, calefacciones que suenan como si fueran a despegar y una capa de desgaste general que se ha convertido en parte del paisaje. ¡Madre mía! A nadie parece escandalizarle ya que los colegios tengan suelos resbaladizos, muros descascarillados o lavabos que funcionan cuando les da la gana. Es como si hubiésemos normalizado lo indigno. Y lo peor de todo es que quienes lo sufren no pueden protestar con demasiado volumen: los niños no votan, los adolescentes no salen en tertulias, y sus padres, bastante tienen con llegar a fin de mes.

No estoy diciendo, por supuesto, que todos los colegios estén en ruinas, ni que no haya excepciones. Pero me parece de una ceguera tremenda ignorar que existe un problema estructural (literal y figuradamente) con el mantenimiento de los centros educativos. Un problema que no se va a solucionar solo, ni con planes a diez años, ni con intenciones colgadas en una web institucional. Se soluciona actuando, y el verano, con sus días largos, sus patios vacíos y su tregua escolar, es la excusa perfecta para hacer por fin aquello que se lleva aplazando desde tiempos inmemoriales.

A veces pienso…

…Y encuentro algo casi poético en imaginar una escuela en obras mientras todos estamos de vacaciones, como si por fin algo se moviera mientras el mundo descansa. Suena raro, pero lo digo de verdad: me gusta pensar en aulas donde el eco de los martillazos sustituye por un tiempo a las explicaciones, donde los olores a pintura nueva y cemento fresco sustituyen durante unas semanas a la mezcla habitual de tizas, humedad y fotocopias. Me gusta imaginar un septiembre en el que los niños vuelven a clase y se encuentran con su aula más bonita, más segura, más luminosa, sin necesidad de que nadie les diga “cuidado con la silla del fondo que se tambalea”. Me gusta pensar que podemos dejar de conformarnos.

¿Y sabes qué? Me niego a seguir viendo cómo se celebra cada mínima mejora como si fuera un regalo divino. Que no, que cambiar las puertas de los baños no es un lujo. Que poner ventilación adecuada en un aula no es un capricho. Que arreglar los enchufes y eliminar barreras arquitectónicas no es una extravagancia. Es lo mínimo. Y si no somos capaces de garantizar condiciones dignas en el lugar donde nuestros niños pasan más de mil horas al año, ¿Qué podemos esperar del resto?

Deberíamos de pensar todos en esto como una gran inversión.

Eso es: realizar reformas para los centros educativos no es un gasto inútil, ¡Es una inversión! Porque no solo mejora la calidad de vida de quienes aprenden y enseñan, sino que también envía un mensaje claro: este lugar importa. Este centro tiene valor. Este espacio merece cuidado.

Y no me refiero a que se centren solamente en levantar paredes nuevas o pulir suelos: se trata de construir respeto. De consolidar dignidad. De dejar de tratar a los colegios como edificios de paso y empezar a verlos como lo que son: el punto de partida de todo lo demás.

Y sí, ya sé lo que me vas a decir. Que el dinero no da para todo, que hay prioridades, que la burocracia es lenta. Todo eso es cierto. Pero también es cierto que cuando se quiere, se puede. Que cuando se hacen bien las cosas, y se cuenta con profesionales que conocen el terreno, los resultados se notan. Lo hemos visto muchas veces en otros sectores: cuando hay voluntad, aparecen los medios. Y en el caso de los colegios, lo que falta no es tanto el dinero como el convencimiento de que merecen estar bien. Y no solo “mejor que antes”, sino bien de verdad.

Además ¡Las subvenciones existen! Y pedirlas es un derecho de todos.

Me gustaría que un día dejemos de considerar noticia el hecho de que un colegio haya sido reformado durante el verano. Que eso se convierta en rutina, en costumbre saludable, en práctica responsable. Me encantaría que los titulares pasen de decir “el colegio tal estrena baños nuevos tras veinte años” a simplemente “todo listo para el curso”. Porque cuando algo es normal, ya no te sorprende. Y que las reformas escolares dejen de sorprendernos sería una maravillosa señal de progreso.

Mientras tanto, seguiré mirando los colegios con ojo crítico, señalando las goteras con el dedo invisible del hartazgo y soñando con ese septiembre en el que todo huele a recién pintado, y no a resignación.

Porque sí, el verano es la época perfecta para remodelar los colegios ¡Lo ha sido siempre! Solo falta que, de una vez por todas, nos lo creamos.

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